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Foto del escritorIglesia Cristiana Evangelica Tandil

Mi Testimonio (1ra Parte) Yanina Leiva




Recién comencé a leer los testimonios de algunos hermanos de la ICE, leí tres, lloré mucho con cada uno, y luego lloré muchísimo pensando en cómo el Señor quiso salvarme siendo tan mala. En ese mismo momento, pensé: voy a escribir mi testimonio, pero le voy a poner "Primera Parte", porque estoy esperando en los milagros que seguramente, por su infinita misericordia, seguirá haciendo el Señor en mi vida.

Mi nombre es Yanina Leiva. Tuve una infancia muy infeliz, con muchos recuerdos horribles, que sólo se borran cuando estoy en comunión con el Señor; aunque también guardo algunas remembranzas muy lindas: de mis hermanos (sobre todo del mayor, quien me consentía bastante dentro de nuestras posibilidades), de mi escuelita secular, de mis amiguitas, de la capilla, de las poesías e historias literarias que leía... Fui formada en el Catolicismo Romano, religión que practiqué bastante, realicé la mayoría de los ritos y sacramentos, asistía regularmente a catequesis y misa; y, durante la adolescencia, formaba parte de grupos de jóvenes de lo que se llamó la "Renovación Carismática Católica". Durante esos años, la idea de un Dios bueno, que dio la vida de su Hijo para salvarme, me sostenía; me habían enseñado que existía también el diablo, y yo sabía que todo lo malo venía de él, porque Dios era bueno. Yo amaba a Dios, pero no comprendía muchas cosas, como el dolor o el haber sufrido abuso desde tan pequeña... Siempre me sentía indigna y sucia ante él. Creía en él y decía amarlo, pero no lo ponía sobre todas mis cosas; primero estaba yo, y luego, él. Así, llegué a pecar deliberadamente, mientras le pedía perdón; era llamativo cómo mi pensamiento siempre estaba en Dios, aunque estuviera en medio de las tinieblas. Aún no conocía el Salmo 139, pero Dios lo cumplía en mi vida: "¿Adónde me iré de tu espíritu? ¿Y adónde huiré de tu presencia? Si subiere á los cielos, allí estás tú: Y si en abismo hiciere mi estrado, he aquí allí tú estás". Quedé embarazada viviendo en tinieblas. Todo podría haber resultado un completo desastre, pero Dios es bueno todo el tiempo: con Marcelo (que era el mejor amigo de mi hermano mayor y casualmente se llama igual que él) nos casamos, tuvimos una nena, y dos años después, un nene; hoy llevamos veintiocho años de casados. Aunque, de no haber conocido verdaderamente a Dios por medio de su Santa Palabra, nuestra familia hubiese terminado desmembrada como lo están la mayoría en la actualidad. Cuando llevábamos alrededor de catorce años de casados, nuestra convivencia tenía muchos altibajos, debido a mis celos enfermizos. Mi problema era tan extremo que hasta me llevó a pensar en quitarme la vida, al padecer eso que no podía controlar y ver a mi esposo sufrir por mí. Yo tenía una Biblia que me había regalado mi mamá (ella, desde hacía unos tres o cuatro años, se había acercado a una iglesia evangélica mientras atravesaba una crisis matrimonial). Una noche, en medio de un ataque mío de celos y llanto, con mi esposo decidimos acercarnos a Dios, abrimos la Biblia en cierto lugar, al azar, y comenzamos a leer; sorprendentemente, leímos el capítulo 3 de Santiago (en mi Biblia 1960): "Pero si tenéis celos amargos y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la verdad; porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica. Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa". ¡¿Cómo no creer que era Dios quien me hablaba?! No sólo me sentía sucia, me sentí poseída, diabólica. A partir de ahí, Dios comenzó a llamarnos, a atraernos con sus cuerdas de amor. Las primeras veces era para mostrarnos nuestros pecados, corregirnos, y encaminarnos: siempre me llevaba a leer, cada noche, pasajes de la Biblia relacionados con las experiencias que había vivido durante ese día. Su Palabra empezó a sanar heridas. Dios comenzó a hacer milagros en nuestra vida: comenzamos a congregar, le abrimos nuestro corazón a Jesús, empecé a servir en la escuelita bíblica y, junto a mi esposo, en las reuniones de jóvenes; a pesar de que no habíamos conocido por completo la doctrina fiel, todo lo hacíamos con temor y temblor como para Nuestro Rey de Reyes y Señor de señores, por eso siempre recibimos muchas gratificaciones y el Señor nos bendecía con mayor fe y conocimiento de Su Verdad; de un momento para otro, se llevó todos mis temores; de a poco, fue arrancando mis celos; luego, me dio y cumplió promesas. Aún hoy me sigue sanando... Su amor para conmigo es sobrenatural e incomprensible, pero tan real como las lágrimas bajo mis ojos.

En el recuento de unos pocos años, Dios había atraído hacia Jesús a mi mamá, a mi papá, a mí, a mi esposo, a mi cuñada, a mi sobrino, a mi hijo, a mi hermano, a mi sobrina. Todos nos fuimos bautizando y aceptamos a Jesucristo como nuestro único y suficiente Salvador. En cierto tiempo, por la gracia de Dios, mi hermano mayor comenzó a escuchar Palabra fiel por Internet, y a compartirnos sus enseñanzas. Por esa misma época, mi esposo y yo comenzamos a ver que la iglesia en la cual congregábamos con mis papás, no tenía una doctrina fiel, y que, por lo mismo, el testimonio que muchos estábamos dando no era el de hijos consagrados al Señor. En las reuniones de oración, en las cuales podíamos compartir reflexiones, comencé a presentar al pastor de la congregación pasajes de la Biblia sobre los cuales el Espíritu Santo me había traído luz; él me escuchaba, y parecía comprender lo que le explicaba, pero enseguida intentaba persuadirme de pensar como antes, sin meditar sobre lo que yo les compartía, sin dedicar un tiempo al estudio de los pasajes en cuestión. Así, comenzó a suceder que, tras cada reunión, en vez de salir edificada, me iba cargada de tristeza, con la sensación de estar en un lugar donde escudriñar las escrituras no era lo primordial, y donde querer corregir o hacer volver del error a los hermanos no era apreciado como una muestra de amor y temor al Señor. Dejé de sentirme en comunión con los hermanos, y eso me generaba un terrible desánimo, una tremenda tristeza. Varios pasajes de la Biblia pasaban por mi mente, y pesaban en mi conciencia… “…cuanto a la pasada manera de vivir, el viejo hombre que está viciado conforme a los deseos de error; y a renovaros en el espíritu de vuestra mente,  y vestir el nuevo hombre que es criado conforme a Dios en la justicia y en santidad de verdad” (Efesios 4:22-24). Pasajes como este, renovaban mi entendimiento con respecto a las cosas del Señor. Y en medio de cierta incertidumbre y mucha tristeza, tenía una certeza: en esa iglesia no estábamos siendo edificados. Con mi esposo debíamos tomar una determinación.  


Comenzamos a considerar la idea de dejar ese lugar, con todo lo que eso implicaba. Dios sabía que lo único que buscábamos era ir tras la voz del Verdadero Pastor de las ovejas, de Nuestro único y suficiente Salvador, y hacer su voluntad en todo. A pesar de que amábamos a nuestros hermanos de la iglesia, había cosas que sabíamos que estaban marchando mal allí, el Señor nos lo había revelado ya por medio de su Palabra, y no podíamos hacer la vista gorda. Así, decidimos irnos de la iglesia que funcionaba en la casa de mis padres, dejar de congregar con los hermanos que nos habían visto nacer y crecer en Cristo, abandonar los ministerios en los cuales el Señor nos había puesto y usado… No fue una decisión fácil: en medio de todo quedaban mis padres, a quienes aún hoy los extraño en cada reunión entre hermanos, en cada Santa Cena, en cada culto de Navidad. Ellos no nos comprendieron, tomaron nuestra partida de su congregación como una traición. Siempre pido a Dios, que algún día comprendan que sólo fuimos tras la voz de Nuestro Verdadero Pastor, el que dio la vida por sus ovejas. Nos fuimos en búsqueda de una iglesia con sana doctrina. Lamentablemente, al poco tiempo, mi esposo y yo, llegamos a pensar que no la hallaríamos, pues, muy tristemente, comprobamos que en las iglesias que congregamos o visitamos, se habían introducido cosas mundanas o engaños del diablo, llegando a tener similar o peor doctrina (o testimonio) que la iglesia de la cual nos habíamos apartado. Aún en desacuerdo con muchas cosas, nos mantuvimos asistiendo y sirviendo en una nueva congregación durante un año y medio aproximadamente; decidimos continuar yendo para no dejar de congregar y servir al Señor; pero llegó un momento en el cual no pudimos soportar más allí. En ese punto, llegamos a pensar que nunca encontraríamos una iglesia fiel. Mi hermano Marcelo, en cambio, creía firmemente que en algún lugar habría hermanos predicando y dando testimonio de la Verdad. Habían pasado ya casi dos años de haber dejado la congregación de mis papás, y elegido escuchar con más claridad la voz de Cristo, todos en la familia habíamos sufrido y derramado muchas lágrimas, y veíamos que en otras iglesias estaban igual o peor… En medio de esa encrucijada, hasta pensé en volver con mis padres, pero Dios, que ve los corazones y sabía cuánto anhelábamos hallar la Verdad, iluminó a mi esposo para decirme firmemente que ahí NO volveríamos (él recordaba claramente cuánto había sufrido yo el último tiempo que habíamos estado allí). Le doy gracias al Señor por ese momento crucial en que me llevó a poner por obra la palabra de Efesios 5:22: "Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor". No volveríamos atrás. Pero, ¿qué hacíamos, entonces? ¿Dejar de congregar, como había hecho mi hermano mayor desde hacía más de un año por entristecerse cada vez más en cada nueva iglesia que visitaba? No. Sabíamos que debíamos congregar, y queríamos servir al Señor; pero también sabíamos que no debíamos hacernos cómplices de prácticas desordenadas. Oramos y clamamos al Señor con muchas lágrimas, volcamos ante él toda nuestra ansiedad, anhelábamos con todo nuestro ser hallar una iglesia de sana doctrina en nuestra ciudad. Un día, donde volvió a ganarme la impaciencia, googleé en la computadora: "Iglesia de sana doctrina Tandil". En la pantalla y frente a mis ojos, aparecieron muchas entradas, ahí mismo le pedí al Espíritu Santo que me mostrara dónde entrar. Me llevó directo a la página de la ICE. Leí todo lo que sostenía desde el testimonio Filadelfia, me encantó; se lo mostré a mi esposo y le comenté que el pastor, Juan Pablo De Nardo, era ese compañero evangélico que yo había tenido durante mi adolescencia en el Conservatorio de música, ya anteriormente le había hablado de él, ahora le recordé que siempre había sido muy buen chico, eso nos daba buen aliento para acercarnos a esa iglesia. Sin embargo, mi esposo no dijo de ir allí, y mi comentario, al igual que toda la lectura de esa página web, pareció quedar en la nada... Pero Dios, que es bueno todo el tiempo, esa misma semana nos llevó a pasar de casualidad por el frente del Templo de Av. Juramento, vimos mucha gente hablando afuera y supusimos que era una iglesia evangélica, bajamos a preguntar si había reunión, y grande gozo descubrimos al hallar a todos los hermanos que desde la eternidad el Señor había decidido crear para que fueran nuestros amigos.


Hoy somos bienaventurados y damos gracias a Dios por haber cumplido tantas promesas en nosotros, como estas: “Bienaventurados los que lloran: porque ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4). “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán hartos” (Mateo 5:6). “Bienaventurados sois cuando os vituperaren y os persiguieren, y dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo” (Mateo 5:11). “Y cualquiera que dejare casas, ó hermanos, ó hermanas, ó padre, ó madre, ó mujer, ó hijos, ó tierras, por mi nombre, recibirá cien veces tanto, y heredará la vida eterna” (Mateo 19:29). “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, Jehová con todo me recogerá” (Salmo 27:10). Hoy, damos gracias al Señor por poder apreciar la obra de su Espíritu Santo a diario, verdaderamente hallamos un grupo de hermanos, cuyas predicaciones de la Biblia (en palabras de mi cuñada Vero, las cuales encuentro muy acertadas) nos elevan. Tenemos un cuerpo, cuya cabeza es Cristo, y podemos disfrutar de un pequeño cielo que Dios nos dio en la tierra, por su gran y eterno amor. Estar con esta gran y hermosa familia espiritual es un gozo continuo, donde se experimenta el amor de Dios por medio de los hermanos y la permanente edificación de unos con otros. Mi esposo y yo nunca habíamos vivido una cosa igual. Es muy precioso tener la certeza plena de que los edificadores no trabajan en vano, porque desde los cimientos está el mismo Señor Jesucristo, con su Palabra fiel, sosteniéndonos por su gran misericordia. Sólo hace unos meses que mi esposo y yo congregamos en la ICE de Tandil, desde el domingo de Pascuas del 2023, más precisamente (casualmente el "23" siempre había sido mi número preferido, ¡je!). Creemos que no existen barreras para el obrar misterioso de Dios, ni palabras para agradecerle por su tan inmenso amor. Amor que nos sacó de la miseria, del lodo cenagoso, puso nuestros pies sobre peña, y enderezó nuestros pasos (Salmo 40:2) atrayéndonos hasta este lugar; donde verdaderamente sentimos que Dios hizo allí su morada (Juan 14:23). Por eso, como no alcanzan las palabras, seguiremos agradeciendo con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas a nuestro gran Señor, y pidiéndole que su amor more en medio de nosotros siempre para poder serle fieles hasta que venga. Estoy segura de que así será, porque: “…Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que vive en amor, vive en Dios, y Dios en él” (1 Juan 4:16).


Con respecto a mis padres, puedo afirmar que nuestra relación con ellos nunca ha vuelto a ser la misma desde entonces; sin haberlo querido nosotros, les habíamos causado mucho daño; nosotros también sufrimos mucho. Pero, al día de hoy, tengo la plena seguridad de que todo fue permitido por Nuestro todopoderoso Dios para bien de quienes le amamos (Romanos 8:28), mostrar su gloria en todo, y moldearnos a su voluntad. Nunca olvido que promete que perfeccionará la buena obra que ha comenzado en nosotros; pero para ello, nos probará como por fuego. Gracias le doy por eso, pues, aunque huelan mal las heridas, sin duda él llegará a tiempo. Y seguramente un día, cuando todos estemos pensando que ya es demasiado tarde, él termine corriendo las piedras de los sepulcrales y endurecidos corazones, quitando luego las vendas que impiden ver confiados su rostro, y, como levantó a Lázaro, acabe levantando con vida a todos nuestros seres amados. ¡Que todos lo vean y crean que el Padre lo ha hecho!


Mientras tanto, en comunión con nuestros amados hermanos, seguiremos orando y clamando sin cesar a Nuestro Señor para que mis padres, nosotros y todos los escogidos del mundo podamos poner siempre por obra esta palabra:


Y no os conforméis á este siglo; mas reformaos por la renovación de vuestro entendimiento, para que experimentéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.” (Romanos 12:2).


¡Que todos lo vean y crean que el Padre lo ha hecho!

¡Bendiciones eternas!


Yanina Leiva

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