Nací en un hogar cristiano, entre hijos de Dios. En mi infancia, di mi profesión de fe, pero no comprendía lo que significaba que Dios sea el Salvador suficiente para mí. Había tomado esa decisión porque tenía mucho miedo a la muerte y al posterior infierno, la condenación eterna. Creí que Jesucristo podía ser mi Salvador personal, pero nunca comprendí, como expresé con mis labios lo que significaba aceptarle como mi único y suficiente Salvador. Como siempre digo esa palabrita, “suficiente”, hizo la diferencia. Él debió ser desde ese momento suficiente para mí en todos los aspectos de mi vida. Yo no lo comprendí así, solo me interesaba ser salva de la condenación y no comprendí todo lo que conllevaba. No entendí el verdadero sufrimiento de nuestro Señor Jesucristo en la cruz, por ende, nunca me rendí a Él. Mi egoísmo tapaba todo Su sacrificio.
Por eso en el transcurso de mi adolescencia me rebelé al Señor, no lo hice suficiente para mí, puse en evidencia, duramente, que vivir mi vida a mi gusto, era más importante que el sacrificio del Señor en la cruz. Esto es cruel, yo no me daba cuenta de lo que decían mis actos, nunca me hubiese atrevido a expresar con mis labios tal atrocidad, porque creía que le era reverente, pero mi rebeldía no lo demostraba… ¡Qué dolor que habrá padecido Dios, cuando veía que mandó a Su Hijo a morir por mí y yo no lo valoraba realmente!
Cuando cumplí 18 años decidí dejar de asistir a la iglesia. Mis padres cristianos no toleraban mi forma de vida. Yo quería seguir asistiendo, pero las prácticas de la iglesia, no aceptaban mi forma de vida.
No era ante el mundo una mala persona, era una buena ciudadana, trabajaba, estudiaba, obedecía a mis padres, pero a mí me gustaban las costumbres del mundo, que en ese momento la iglesia Neotestamentaria a la que asistíamos en familia, no compartía. Me gustaba pintarme, pintarme mucho, usar pantalón, pero eso solo era mi rebeldía exterior.
Si hubiese comprendido la amplitud del significado de la muerte y resurrección del Señor para mí, esas prácticas no hubieran pesado tanto, como pesaron en ese momento.
Tenía una inmensa rebeldía interna y confusión, si bien veía que en otras iglesias no tenían estas prácticas, tampoco me atrevía a congregarme en otro lugar, porque en el interior sabía que estaban erradas en la mayor parte de la doctrina.
Por eso quiero hacer hincapié, en sembrar la buena semilla en el niño, por las madres, abuelas, tías. La Palabra del Señor nunca vuelve vacía, como dice en Proverbios 22:6 “Instruye al niño en su carrera: Aun cuando fuere viejo no se apartará de ella.”
Formé mi hogar por la misericordia de Dios. Continué en mi rebeldía más y más. Mis padres y mi hermana nunca se cansaron de llorar a los pies del Señor por mí.
Pasaron muchos años y sentí el deseo muy, muy profundo de arreglar mis cuentas con el Señor. La Palabra sembrada estaba comenzando a dar fruto y las oraciones eran oídas. Ya para esta altura de mi vida, mi mamá incansablemente me había hablado del Señor, pero yo cerraba mis oídos espirituales.
El Señor permitió que mi esposo inconverso conociera al hermano Diego Lamothe, estableciera cierta amistad, y posteriormente lo invitara a cenar junto a su familia.
Mi esposo Mariano, había notado algo distinto en él, y supo que era creyente, por eso me dijo una noche: “invité a un amigo y a su familia a cenar. Pero quédate tranquila, es creyente como vos.”
Ahora cada vez que lo recuerdo me emociono, por el amor que me tuvo el Señor y por el ejemplo que dio Diego que hizo que marcara esa diferencia con el resto. Así conocí a su esposa Luján, pronto le pedí asistir a la reunión de mujeres, creo que ella sorprendida al ver mi necesidad, a los días me llevó a la iglesia.
Reunión tras reunión, el Señor me mostró la negrura de mi corazón, mi altivez y en el 2019, comprendí lo que significaba que Jesús era mi único y suficiente Salvador.
Ahora con gozo, permito que el Señor ocupe de a poco todas las zonas de mi vida, que Él sea suficiente en todo.
Alabo al Señor por su misericordia día a día hacia mí y mi familia. Porque, aunque yo me alejé del Señor, Él nunca se alejó de mí. Su llamado fue constante y no se cansó, usó a muchos hermanos, mis padres y hermana, durante muchos años.
Con paciencia, con amor trabaja en mi corazón y ahora sé que fui elegida desde el vientre de mi madre. Tuvo mi nombre en memoria, como dice en Isaías 49: 1, para que Él sea el dueño de mi vida.
Intento poner voluntad y deseo hacer todo en mi vida para el agrado del Señor, no intento agradar a los hermanos, porque eso no sirve, eso vendrá como consecuencia de agradar al Señor.
El Señor es ahora el dueño de mi vida, el sacrificio en la cruz por mí, es suficiente para que yo humille mi vida a Sus pies.
Las más ricas bendiciones.
Esther Paz
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